Veredas

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Todavía hoy para muchos, aunque no sé si la mayoría, los primeros años de existencia son la década feliz en la que nos sumergimos a vivir en la experiencia plena de cada momento presente con total confianza y disposición constructiva, tras la cual comienza el adiestramiento sustancial: Las instrucciones son completar la educación básica aceptando sumiso la doctrina infalible, estudiar una profesión popular que permita producir bastante dinero para comprar la felicidad, formar un hogar en el que cuidar hijos y mascotas mientras se van adquiriendo tantas cosas como sea posible, sin olvidar sustituirlas incesantemente al ritmo de la moda, como parte importante en la búsqueda del goce sensual al que se rinde el concepto de vivir plenamente, el cual aplicamos casi exclusivamente a los momentos de diversión que se puedan acomodar entre los espacios que deja la dedicación al trabajo obligado. Pensándolo bien, no podríamos asegurar cuál de estas dos etapas es la de nuestra experiencia infantil; damos por sentado que madurar es entrar a participar en la competencia a muerte por la supervivencia de los más aptos, que son por supuesto quienes cuentan con la mayor capacidad de compra en una sociedad donde todo tiene precio. Madurar es practicar el egoísmo, el odio y la mentira que se impugnan hipócritamente en los tratados de ética, pues está comúnmente acordado que son armas imprescindibles para combatir en las batallas de la convivencia cotidiana.

Con la excepción de unos pocos resquicios culturales, la comunidad humana se ha construido sobre la base del lucro económico al que se concede exclusiva atención, por lo que las materias que intervienen en su desempeño productivo para el máximo provecho, son acogidas juiciosamente y puestas en práctica al detalle. Es recomendable e ineludible realizar un exhaustivo estudio preliminar a cualquier emprendimiento con el fin de evaluar los riesgos, medir alternativas, proyectar procedimientos y calcular beneficios; esto es apenas un ejercicio de la sensatez, no hay que lanzarse a aventurar ciegamente si se quiere asegurar el éxito del propósito, lo cual está muy bien, excepto por el hecho de que hemos reducido nuestra vida al negocio del momento, tenemos nuestra vista enfocada en ese pequeño marco de la existencia y no estamos considerando los aspectos que clasificamos como intangibles, inabarcables o incomprensibles, pues nos estorban para consolidar en nuestra imagen aquello que casi todos admiran y persiguen con denuedo, además de que tememos apartarnos del ideal común porque en el reconocimiento que alimenta nuestro ego encontramos la satisfacción que se nos escapa al intentar descubrirla en los triunfos conseguidos. Al fin y al cabo nada es perfecto —pensamos—, se hace lo posible en una existencia que no puede ser justa. Está establecido así y eso es lo que es. Y en verdad, ¿Eso es lo que es? ¿Acaso no es por vivir que hacemos todo esto y no es la vida entonces lo más preciado? ¿Por qué planeamos y estudiamos al detalle cualquier negocio, desconfiando de la opinión de terceros y en cambio no dudamos de los conceptos que nos inculcaron sobre nuestra vida durante la etapa de adoctrinamiento? Y ¿qué es la vida? ¿No es razonable realizarle también a ella un estudio de factibilidad? ¿Cómo sabremos qué tipo de vida emprender si no la hemos sometido a juicio con la suficiente investigación, evaluación, experimentación, para llegar a una conclusión plausible?


Para decidir un camino y trazar un recorrido hay que conocer el destino. Uno debe desconfiar de lo establecido si parece evidente que el objetivo que se persigue no complace a la razón y que por ende sería ilógico correr por la senda concurrida sin detenerse a pensar hacia dónde conduce. ¡Corro porque todos corren! y en los metros finales, de cara al abismo inevitable que es la muerte, se forma el tumulto y se encuentra un momento para pensar... demasiado tarde. Algunos que estuvieron ahí nos dejaron un legado de conocimiento que deberíamos atender y concuerdan en que de haber tenido una nueva oportunidad, se habrían aventurado por veredas más apacibles, tapizadas de significado, en las cuales regocijarse con la vivencia de su entorno de una forma que no es posible en medio de la prisa, porque lo aprendido por otros que sí tuvieron el coraje o la suerte de elegir a tiempo esta opción, les permitió comprobar que esa percepción que nos enseñaron a ignorar aunque nos acompaña obstinadamente, por la que frecuentememente intuimos que debe haber algo más, tiene más valor del que quisimos darle cuando se presentaba en el afán de la carrera. Muchas de estas voces así lo han expresado desde la antigüedad y ha quedado registrado para el uso de las generaciones al igual que lo formulado por aquellos que se conformaron con el goce de la competencia. Unos y otros respaldan sus afirmaciones con toda clase de pruebas que parecen convincentes aunque la verdad no puede estar de ambos lados, antagónicos como son. Esta es la balanza entre dos posiciones que han corrido paralelas desde la infancia de la humanidad, la material y la espiritual (que no es lo mismo que la pretendida contradicción entre ciencia y religión a raíz de las teorías sobre el origen del mundo), resumidas en una de las cuestiones fundamentales que debemos responder sobre nuestra verdadera esencia para contar con una base cierta en nuestro plan de vida: ¿Somos seres físicos con creencias espirituales o somos seres espirituales experimentando una dimensión física?

Suponiendo el caso en que la vida es una experiencia material que transcurre con suerte en el lapso de ochenta años, tras lo cual no hay nada más, sería lógico vivirla de la forma en que generalmente lo hacemos, persiguiendo la diversión y el goce máximo de manera individualista, puesto que en la competencia por la codicia del capital no hay cabida para altruismos que solo alimentan una debilidad inconveniente, ni para consideraciones éticas que nos obligan a responsabilizarnos por las consecuencias de nuestros actos. Pero de igual forma resulta incoherente con esta idea detenerse en “nimiedades” de orden moral que contradicen su lógica, como evitar la agresión física en modo grave, pues no tiene por qué diferenciarse de otras menos impugnadas y por lo tanto, inescrupulosamente practicadas porque “solamente” afectan la integridad psicológica o emocional o social de las personas, o su propiedad. Reservar en una personalidad materialista un resquicio de sensibilidad aparente, parece la previsión pueril de asegurarse alguna indulgencia por si acaso nuestra cómoda suposición no es la correcta, ya que en la mayoría de los casos las personas toman su posición en algún lado de la balanza sin un convencimiento profundo o al menos una reflexión juiciosa y así justificar sus acciones arbitrarias, fruto de convencionalismos sociales. Pero si el caso es que hay algo más, ¡entonces suscribirse a esta carrera es menos que una necedad! ¿Vamos a seguir esperando hasta el final del camino para saber si estamos errados? o ¿vamos a tomar una determinación sobre el objeto de nuestra vida usando las herramientas que tenemos a mano para encaminarnos en una dirección admisible? La prudencia aconseja averiguar antes de decidir, para lo cual en este caso es necesario sopesar únicamente la información referente a una de las partes, pues cualquier resultado en su valoración implica el opuesto para su contraparte; sin embargo, como partimos de una evidente realidad física que está presente en ambos casos porque la opción espiritual la relega mas no puede ignorarla y en cambio la opción materialista debe excluir por completo todo lo intangible y abstracto, parece lógico abordar el tema desde la desdeñada orilla de la religión.

¿Dónde revisar la información confiable? En los libros sagrados y los textos de los hombres más sabios. La investigación no puede reducirse a una religión en particular ya que eso sería suponer que algunas culturas están en lo cierto y otras se han engañado al paso de los siglos. Presumir que la razón está de nuestro lado y que quienes piensan diferente yerran, es un inicio miope. Es preciso entender que al igual que en nuestra esquina social, en cada cultura humana hay un alto grado de adoctrinamiento que aferra a las personas a sus tradiciones y niegan e ignoran lo que les parece extranjero, o sea que de entrada se puede afirmar que nadie conoce la verdad sino que posee la propia, su verdad. Pero no puede haber distintas verdades para quienes comparten el mismo trayecto de vida, sino una sola, porque el género humano y seguramente todo lo que con él existe, siendo uno solo se regirá por las mismas leyes. En general, la visión que tenemos respecto de las creencias de otras culturas es de total extrañeza y desconfianza, y no intentamos entenderlas porque nos parece irrelevante, cuando no una afrenta a nuestra fe, de la que no nos atrevemos a dudar por considerarla bien establecida y en muchos casos, al comprobar por la experiencia de los más fieles creyentes que su práctica con verdadero convencimiento produce frecuentes frutos, confirmando su autenticidad. Pero aquí es necesario mencionar de nuevo que lo mismo ocurre en todas las personas que viven su propia religión con similar intensidad y esto tiene su origen en el poder de la fe, que puede describirse como la certeza inobjetable de una realidad manifestada por la convergencia entre el pensamiento y la emoción a través de la energía del amor.


No es necesario ser teólogo, filósofo, antropólogo, historiador o sociólogo para conocer la temática básica alrededor de una doctrina religiosa, basta el interés en la experiencia de los practicantes y la lectura atenta y exenta de prejuicio de los libros considerados sagrados o canónicos en sus respectivas culturas, o de las múltiples monografías que se han publicado sobre su estudio, de los que se puede extraer la información suficiente para hacerse una idea clara de sus fundamentos. En el mundo hay innumerables sectas religiosas (sólo en el cristianismo se calculan veinte mil), pero todas son derivadas de los siete principales cultos que han colmado la geografía del globo, aparte de los cultos indigenistas dispersos por cuatro continentes. Todos ellos compilan en diversos libros su base dogmática y mitológica, entre los que se pueden referenciar de cada religión: La Biblia, que contiene el Nuevo Testamento cristiano además de la Torá judía; el Corán islámico, el Tao Te King taoísta, el Tipitaka budista, los Vedas, Vedanta y Puranas hinduistas, las Analectas y el Mencio del confucianismo, el Kojiki sintoísta y el Popol Vuh de la tradición Maya. Del estudio de los postulados y preceptos que emanan de dichas escrituras se encuentra que, dejando de lado los adornos costumbristas, ceremoniales y culturales, el corazón del mensaje de todos ellos es el mismo: La búsqueda de un estado de trascendencia metafísica de cualidades divinas mediante la aplicación disciplinada de un orden moral y espiritual, individual y altruista, identificado con un renacer superior o la iluminación, provistos e inspirados por un Dios, una suma de dignidades referidas a una sola entidad sublime, o una conciencia superior que promueve la perfección y la liberación del alma humana.

Pero esto no debería sorprendernos porque siguiendo la pista de la diáspora humana desde los inicios de la civilización registrada, tanto oriente como occidente fueron poblados desde la antigua Mesopotamia, de donde provienen las creencias y mitos que se fueron transformando con el tiempo como consecuencia de su transmisión oral por generaciones y la evolución cultural en cada región colonizada, impregnada del ambiente espiritual propio de los grupos tribales con los que se mezclaron en la India, China, Oceanía, Europa, África y de allí al resto del mundo, con excepción de los lugares en donde subsisten grupos aborígenes que conservan variaciones de su tradición. En todas estas religiones se aboga por la necesidad de perseverar en la práctica de los mismos principios positivos para el crecimiento personal en relación con el prójimo y el mundo, además de incentivar al ser humano para ver más allá de lo que en apariencia es nuestra única realidad. Las similitudes son abrumadoras en cuanto a esto, pero sorprenden también las que tienen que ver con las historias del inicio del mundo y el género humano en una época de luz tras la cual se diluye la unidad colectiva para pasar a una era de oscuridad que sigue presente; la de algunos eventos como el diluvio, ocurrido para sanar el estado moral del hombre, las pestes y migraciones de pueblos enteros, el surgimiento de maestros iluminados como guías de la humanidad y los mitos sobre algunos de ellos y otros personajes relevantes; la fe en la inmortalidad del alma o la vida después de la muerte en las que el cruce de un gran río hacia ese nuevo estado es una imagen común. De acuerdo con esto se puede establecer que cada doctrina es un modo particular de entender las directrices de un mensaje de profundas implicaciones, transmitido a nuestra realidad en el lenguaje del alma desde su condición superior; que todas en el fondo comparten la misma verdad y que por tanto también todas se equivocan en lo superficial, como en sus ritos y costumbres, que es lo que más observan la mayoría de sus seguidores y lo más rechazado en las ajenas.


Así que la dimensión del alma humana no está diversificada en una multitud de religiones, sino que es un solo concepto espiritual en el que se halla un mensaje bien elaborado, profundo y algo misterioso, que aunque fue escrito por hombres, discípulos de los maestros que lo enseñaron, provienen de un pensamiento sobrehumano y elevado, sutil, exquisito, meticuloso y sabio en el que se ha usado para su comunicación un lenguaje de metáforas e imágenes que incluso hoy día serían de difícil composición humana. La espiritualidad trata sobre ideas que no pueden ser comprendidas desde una perspectiva estrictamente racional. Para desestimar la relevancia de los libros sagrados, algunos escépticos que los consideran obras de ficción, señalan que deben verse como documentos de la historia espiritual en los que se reúnen esperanzas y fe ciega, mitos, magia y narraciones tradicionales arraigadas profundamente en el inconsciente colectivo de todas las culturas, lo cual concuerda con el postulado del origen común y la unicidad del mensaje que por tanto se hace muy difícil de ignorar aunque se consiguiera hacerlo con los maestros que lo enseñaron, sin que por esto pueda opacarse su importancia.

Pero aunque el valor de las enseñanzas no dependen del divulgador, sí las refuerza considerablemente el hecho que hayan sido enseñadas por un ser de carácter excepcional y más aún, sobrehumano, como es el caso de Jesús, que entre todos los maestros adoptados por las religiones del mundo, es quien se ha convertido en el centro de las discordancias sobre la realidad de su existencia, quizás porque su historia es extraordinaria comparada con la de Buda, Lao Tse o Mahoma, y desconocida durante un extenso período, lo que ha sido motivo para que los más incrédulos la consideren una fábula como consecuencia de la inexistencia de pruebas concluyentes, aunque resulta claro que decidir arbitrariamente sobre la falsedad de su historia es tan poco válido como asumir arbitrariamente que toda ella es literalmente cierta; sin embargo, en apoyo a la existencia de Jesús son conocidos estos sencillos pero fuertes razonamientos: La idea de que una religión nueva basada en la ficción se extienda como pólvora es altamente improbable. ¿Es verosímil que un grupo de personas pudiera inventar a Jesús sin que exista el mínimo rastro de su existencia física? “El que unos cuantos hombres sencillos hubieran inventado en una sola generación una personalidad tan poderosa e interesante, una ética tan elevada y una visión tan inspiradora de la hermandad humana, sería un milagro mucho más increíble que cualquiera de los que se relatan en los evangelios. Si Jesús es una invención, quienes lo inventaron fueron personas de una profunda espiritualidad, se encontraban en los niveles más altos de la iluminación; parece más probable que eso sucediera por el contacto con una persona viva, real, un gran maestro, que por el hecho que un grupo de escritores se iluminaran a la vez y escribieran los evangelios”. Por su parte Einstein, refiriéndose al mismo tema dijo una vez que “Aun cuando soy judío, siento fascinación por la luminosa figura de Jesús. Indudablemente, nadie puede leer los evangelios sin sentir su presencia en ellos, su personalidad está presente en todas las palabras. No se puede construir un mito con semejante vida”.

Encontrar un conjunto de enseñanzas que concuerdan con las tradiciones sabias del mundo es una corroboración de que la conciencia superior existe y está abierta a todos. Muchos de los que corren por la senda material llevan un anhelo espiritual, pero limitado a la expectativa de una gratificación que esperan merecer al final del camino sin tomarse muy en serio que es durante la vida cuando hay que buscarla y perseverar por alcanzarla. La tentación por el goce sensual es tan fuerte que conviene ignorar todo lo que no encaje con la imagen que necesitamos proyectar. Pensamos que cualquier indicio que sugiera una realidad diferente de la que nos inculcaron, no puede tenerse en cuenta seriamente y que certificar fenómenos abstractos como la percepción, la intuición, la valoración de los sueños, la comunicación extrasensorial, son solamente vestigios de inmadurez en nuestra personalidad. Las experiencias ajenas en las fronteras de la muerte o de nuestro espacio dimensional nos parecen extravagantes incluso hoy que la ciencia se adentra a pasos agigantados en sus territorios, tras un prolongado período de sano pero innecesario recelo. Por esta puerta se adentrará también en los de la espiritualidad y quizás esto sea la autorización para que comencemos a detenernos en la carrera ciega si es que antes no se impone la necesidad de ponderar nuestras metas, presionados por las evidencias crecientes del entorno psicológico que está revaluándose cada vez más en muchas personas y que nos muestra que el hombre tiene una dimensión espiritual que lo distingue de otras criaturas y está presente como impulso para buscar lo que hay más allá.